La educación pública tiene por objeto asegurar que nadie se vea impedido por razones económicas u otras de recibir una educación eficiente. De ese modo, el Estado garantiza la igualdad de oportunidades ofreciendo servicios educativos gratuitos. Ahora bien, a la educación pública le compete facilitar la cobertura educativa, no solo porque es un modo limitado de ejercer la justicia, sino –además– porque muchos de sus usuarios no tienen alternativas para elegir. Le corresponde al Estado brindar un servicio educativo de alta calidad, que es dar a cada cual lo suyo.
Que la educación pública sea igual o mejor que la privada es un caro anhelo que no tendría por qué condicionar la existencia de la educación particular. Simplemente, el Estado lograría, en el marco de un sistema educativo plural, armonía entre los principios de justicia y libertad.
La educación privada hace patente la libertad de enseñanza, tanto para los padres de familia como para quienes fundan y dirigen centros educativos. La educación privada no tiene como finalidad competir y ser mejor que la pública. Su presencia es garantía para la vigencia de la pluralidad de ofertas educativas en una sociedad democrática que valora la libertad de los padres para decidir qué tipo de educación desean para sus hijos. El ideal sería que, sin descuidar la justicia (la gratuidad), todos los padres puedan optar por el colegio de su preferencia.
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