¿Cómo se aprovecha al máximo la capacidad de aprendizaje que poseen niños y jóvenes? ¿De qué manera se extrae de los aprendices, con la mayor fidelidad y naturalidad posible, lo que poseen en potencia? ¿Cuáles son las políticas públicas educativas que mejor dan cuenta de este desafío, crucial para el desarrollo saludable y sustentable de una sociedad? ¿Acaso es esta una acción que pueda ser consumada por alguien actuando en forma aislada, por grande que sea su capacidad de acción y poder? Estas y otras cuestiones más suelen embargarnos cuando pensamos en la educación de nuestros hijos e hijas, y las respuestas nunca son del todo claras. O, al menos, lo que es claro para algunos no lo es tanto para otros.
Por empezar, los términos ‘educación’ y ‘escolarización’ suelen ponerse en un plano de igualdad conceptual, utilizados como sinónimos, y eso es un grave error. La escolarización es el conjunto de acciones coordinadas que derivan en la asistencia de un niño o niña a la escuela, mientras que la educación es un territorio vasto, inorgánico y no necesariamente coordinado de sucesos que operan sobre la capacidad genérica y específica de aprendizaje de todos los seres humanos. La diferencia entre ambos conceptos no necesariamente es etaria, a pesar de que es poco habitual la concurrencia de adultos a la escuela, sino de alcance. Se escolariza solo en la escuela, o desde la escuela, con sus beneficios y sus limitaciones, mientras que se puede educar desde innumerables ámbitos, foros, instituciones, vivencias y situaciones por las que uno transita todo el tiempo a lo largo de su vida. El problema de esta confusión conceptual no es dialéctico, sino que tiene implicancias prácticas concretas.
El propósito de la escuela es claro, siempre lo ha sido. La escuela debe lograr determinados aprendizajes en sus alumnos. Es una acción del Estado concreta y sencilla de comprender, y relativamente fácil de auditar. En la concepción más tradicional de la escuela de Sarmiento, los alumnos deben concurrir regularmente a clase, en donde irán siendo expuestos por intermedio de diferentes expertos a contenidos curriculares particulares, previamente seleccionados y curados. Los alumnos pueden aprender mejor o peor, antes o después, más de esto o menos de aquello, o inclusive pueden salirse del sistema. Sin embargo, nada de ello deforma o amenaza el propio concepto de la escolarización.
La escuela es un diseño que materializa la intención de Estado nación de proveer un tipo de aprendizajes en particular, en un momento acotado de la vida de sus ciudadanos. El problema de la escuela, o más bien de la escolarización, no es tanto que pueda funcionar mejor o peor, sino que un gran porcentaje de la población cree (o le conviene creer) que mientras los alumnos se escolarizan, esa es toda la educación que necesitan durante los años que dura dicha acción. ¡Grave error!
El hogar es la otra gran institución educadora en una comunidad, y es mucho más antigua que la propia escuela. El hogar no solo asiste a la escuela en su acción señalada, sino que la trasciende, ¡y por mucho! En un hogar, un niño de 12 años hace tu tarea, pero también aprende modales. Una niña de 8 años lee un libro, pero también aprende valores. Un joven de 15 años prepara su lección, pero también desarrolla hábitos de cuidado de su salud. Una joven de 17 años repasa su lección oral, pero también aprende solidaridad asistiendo a sus otros hermanos menores con su tarea. Los integrantes de un hogar, guiados por los adultos a cargo, aprenden a jugar, a crear, a equivocarse, a negociar, a compartir, a superar la frustración, a forjar un carácter firme y un corazón compasivo, una mente expansiva en ideas y una intención de vincularse positivamente con el entorno inmediato. En un hogar se construyen ideales, se desarrollan virtudes, se aprende a superar los obstáculos y se forjan los ejes de la personalidad de los menores. El hogar es la institución educadora por excelencia, siempre lo fue. Y cuando un país posee una crisis educativa, no es tanto porque la escuela no funciona bien, sino más bien porque amplifica lo que desde el hogar se está haciendo o dejando de hacer.
La escuela y el hogar se necesitan mutuamente. Docentes, directivos escolares, padres y madres deberían formar una suerte de cofradía inquebrantable. El hogar debe confiar en el buen trabajo de los docentes, en que harán su tarea con mente alegre, mano firme y corazón sensible. Por su parte, la escuela debe encontrar en los padres y las madres de los hogares de sus alumnos a sus mejores aliados, no solo para que apuntalen el trabajo escolar, sino para que forjen esos valores y principios de convivencia sin los cuales el acto de escolarización se vuelve inconducente.
a tarea compleja pero fascinante de educar a nuestros hijos e hijos de una manera integral es una función conjunta de muchos, pero principalmente de padres, madres, docentes y directores escolares. Hogar y escuela se necesitan, principalmente en tiempos de relativismo moral y disvalores, y de aprendizajes escolares pobres. Que nada los separe, que nada nos confunda. La educación de nuestros hijos no admite grieta.
No en vano, nuestra ley de educación nacional, en su artículo 6, reza: “El Estado garantiza el ejercicio del derecho constitucional de enseñar y aprender. Son responsables de las acciones educativas el Estado Nacional, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en los términos fijados por el artículo 4° de esta ley; los municipios, las confesiones religiosas reconocidas oficialmente y las organizaciones de la sociedad; y la familia, como agente natural y primario”.
Fuente: https://www.infobae.com/opinion/2019/05/17/la-educacion-no-es-responsabilidad-exclusiva-de-la-escuela/