Hermanos Mártires de Zaire

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Octubre 2022

Por: Sara Sánchez

El 31 de octubre de 1996, cuatro Hermanos maristas fueron asesinados en el campo de refugiados de Nyamirangwe (Zaire), cerca de la frontera con Ruanda: Mayor (de 44 años), Miguel Ángel Isla (53 años), Fernando de la Fuente (53 años) y Julio Rodríguez (40 años).

Vivían en condiciones precarias, sus vidas corrían peligro hacía tiempo, optaron por quedarse y servir a esta gente compartiendo con ellos toda clase de privaciones, sentían que era allí donde debían servir y amar hasta el final:

Ahora soy mucho más consciente de la realidad en que estoy metido ya veces aflora a mi conciencia un miedo sordo, como chispas vivas y fugaces. De todos modos, sé bien de quién me he fiado y voy con alegría al refugio… (H. Miguel Ángel)

¿Qué hacían cuatro hermanos maristas en un campo de refugiados? Se dedicaban principalmente a la enseñanza y la pastoral en medio de las grandes carencias que tenían, atendían a ancianos y enfermos, conseguían alimentación y medicinas, habían habilitado un molino para proporcionar harina… Ellos entregaron sus vidas comprometidos con un proyecto de vida; vivieron la fraternidad con una entrega profética, sembrando esperanza y construyendo puentes de comunión en medio de tantas divisiones, siendo rostro de Dios en tierras africanas.

La última comunicación con los Superiores fue el 31 de octubre por la mañana: “No queremos abandonar a los que ya están abandonados… Los refugiados van a volver y necesitan de nosotros… Ahora estamos solos… Si no tenemos comunicación por la noche, es que las cosas han empeorado…”. Esa misma tarde fueron asesinados por la milicia Interhamwe. Cuando llegaron los hermanos solo encontraron tres cosas: el diario de Miguel Ángel, un crucifijo con los brazos y las piernas mutilados y una imagen de la Virgen. Los cuerpos fueron hallados en un pozo séptico.

El H. José Martín Descarga, quien buscó los cuerpos de los Hermanos y les dio sepultura, escribió: “Nuestros Hermanos fueron como un rayo de luz en ese mundo de sufrimiento y desesperación, la sonrisa de Dios para los más pobres. En ellos tenían a sus hermanos, ellos eran su verdadera familia. Y se negaron en todo momento a dejarles abandonados, aunque sus propias vidas corrieran peligro. Vivían de una manera sencilla y sobria. Su casa estaba hecha con chapas, los tabiques eran de plástico, no había electricidad ni agua. Pero formaban una comunidad de vida, de oración, de trabajo, en la que cada uno ponía su parte. Una comunidad abierta, alegre y acogedora, plenamente al estilo de Champagnat y nuestros primeros Hermanos. Un hermoso ejemplo para estos tiempos de renovación”.